Superheroes cotidianos (RE10P)

Después de unas semanas de muchísimo trabajo, sigo publicando mis relatos del reto. Aunque no he tenido tiempo para preparar las entradas para el blog, sí he continuado con la escritura de los relatos cada día, por lo que el reto sigue en pie.

Este ha sido un relato difícil pero entretenido, que me ha hecho salirme de mis temas habituales para hacer que los pasos tuvieran sentido dentro del texto. ¡Espero que os guste!

Todos los relatos en 10 pasos.

Los 10 pasos de hoy:

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Reflejos rotos – Contemplación

Eco - Contemplacion - Reflejos Rotos
Talbot Hughes, Eco

Reflejos rotos

Contemplación

Las hojas reflejan brillos plateados al mecerse con la brisa veraniega. Una tarde más, el sol ofrecía su calidez y regaba los prados con sombras que jugueteaban entre las ramas de los árboles. Eco esperaba paciente a que asomara por el bosque el joven que había cautivado su corazón. Desde hacía varios meses lo observaba pasear pensativo, con un andar pausado y con la vista perdida en las tonalidades cambiantes del cielo, o en la linea difusa que marcaba el punto más lejano que se podía divisar de la pradera, allí donde se apagaba el día y se marcaba el final de una jornada. Ese era el momento más duro del día para ella, pues su amado se dirigía entonces de vuelta a su hogar y ella lo perdía de vista.

Era hermoso. Sus facciones rozaban la perfección. En su rostro podía adivinar bondad y cierta tristeza. Se preguntaba constantemente qué le llevaba cada vez con más frecuencia al bosque y cuáles eran sus pensamientos, en los que parecía completamente imbuido.

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Palabras V – Instante

Esta noche pudo ser la última. El semáforo se puso en verde y dos segundos después yo me dispuse a cruzar. Las dos mujeres que estaban a mi izquierda se detuvieron y apenas tuve tiempo para girarme y ver que un coche blanco se había saltado la luz roja dando un acelerón.

No me alteré. Encontrarme tan de repente con un rayo blanco cruzando una vía que yo contaba despejada me dejó estática, mirando cómo pasaba de largo sin inmutarse. Pero no tuve miedo, no grité ni me enfadé; solo lo vi pasar de largo frente a mis ojos.

No tuve sensación de peligro, al menos no en ese momento. Algunas personas soltaban improperios y las dos mujeres se quedaron lívidas durante unos instantes; seguramente ellas sí percibieron el peligro que yo no llegue a sentir.

Cuando las luces rojas del conductor imprudente se convirtieron en dos luciérnagas taciturnas seguí mi camino. Andaba de forma automática pensando en lo que pudo haber pasado, sin sentir miedo ni demasiada preocupación, como si en el fondo no comprendiera la gravedad de lo que pudo haber ocurrido.

Era una sensación extraña. Lo cierto era que a una parte de mí no le habría importado que aquel coche me hubiera arrollado. Me sentía tranquila pensando en que tampoco era para tanto, que seguramente habría sido algo muy rápido y que apenas me habría dado cuenta.

Caminaba por la calle pensando en lo frágiles que somos, en la facilidad con la que se puede romper una vida, en cómo un leve descuido puede hacer que el reloj se detenga y en cómo, tras un tiempo muy breve, todo cae en el olvido más absoluto.

Pensé en llamar a casa, en escribir a mis padres. No recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que había hablado con ellos. En cierto modo los daba por sentado; a fin de cuentas, desde que tengo memoria siempre habían estado ahí. Me prometí escribirles tan pronto llegase a casa para ponerlos al día. Aunque no haya pasado nada nuevo que mereciera contarse, siempre hay algo que decir.

En mi deambular seguía pensando en lo extraño que era estar tan calmada a pesar de que casi me atropella un coche. En cierto modo, saber que son muy pocos los que podrían extrañarme me dejó una sensación de conformidad un tanto descorazonadora. La mayoría de las personas que conozco me han dejado de lado hace ya tiempo, por lo que muy pocas se enterarían de este incidente y muchas menos me habrían llorado si hubiera pasado lo peor.

Eso me hacía sentir que quizá habría sido un buen momento para dejar de estar: los pocos para los que estaba seguirían andando y en muy poco me recordarían como una sonrisa pasajera, una caricia que se disuelve en la noche, una mirada luminosa, un verso libre.

Pero pasaría sin más, como todo lo demás, como todos los demás. Ya en el metro miraba a los otros pasajeros a sabiendas de que probablemente nuestros caminos nunca más se cruzarían. En un mundo así nadie es imprescindible.

Llegué a casa, dejé el abrigo en el perchero y saludé como de costumbre, pero él no contestó. Me asomé a la habitación y estaba hablando por teléfono, así que me fui al salón para no molestarlo. Cuando salió tenía una expresión extraña en su rostro.

Lloraba.

Me levanté y le pregunté qué ocurría, pero no me respondía. Algo muy serio tenía que haber ocurrido así que fui a darle un abrazo. Pero no pude.

Entonces recordé. Entonces ya no quise morir. Entonces ya era demasiado tarde.

 

instante

A.

La inexistencia

Portada: Distopía de M.C. Carper.
Portada: Distopía de M.C. Carper.

Como os comenté en la entrada anterior dedicada a la Revista Digital miNatura, en este número he colaborado con dos relatos. Una vez más os dejo el enlace a la revista por si os la queréis descargar y leer también otros buenos relatos, todos girando en torno a las distopías: Revista digital miNatura 128

En esta ocasión el relato se titula La inexistencia. Distinto completamente del primer relato que os presenté (La inocencia), el texto nos lleva a un personaje que vive en un mundo en el que las mismas herramientas que un día se utilizaron para permitir a las personas el acceso a mayores fuentes de información, son utilizadas para coartar precisamente esa posibilidad de acceder al conocimiento.

Siempre está sobre la mesa el debate sobre los pros y contras del uso de la tecnología y del alcance cada vez mayor que ésta tiene. Cada vez más, somos personas ligadas por nexos virtuales y nuestra identidad va más allá de lo físico, para abarcar también un entorno en el que las fronteras no están delimitadas y cuyas implicaciones realmente desconocemos. ¿Hasta qué límites nos va a llevar este avance apresurado de tecnologías que apenas entendemos cómo funcionan? ¿Qué pasaría si esas mismas tecnologías son aprovechadas con fines inapropiados? El relato lleva estos planteamientos a un extremo, pero no deja de ser cierto que ya hoy en día se suceden situaciones que ponen sobre la mesa el hecho de que se debe tener cuidado con el uso que damos a elementos cotidianos y que a simple vista parecen inofensivos, pero, que en malas manos, pueden quitar el sueño a más de uno.

Espero que disfruten de la lectura.

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Estrella

Llovía.

Aquella era una noche cerrada y oscura, una cortina de agua enmarcaba cada ventana de aquella habitación. La tormenta había hecho saltar un transformador y el pueblo había quedado sin luz. Hacía frío, un frío húmedo que calaba los huesos más allá de lo habitual.

La vieja estaba sentada en una antigua mecedora que se balanceaba, dejando resonar un traqueteo que rechinaba en todo el lugar. Por momentos era el único ruido que se escuchaba. Su mente se había ido hacía ya algunos meses y solía pasar el día en aquella silla, balanceándose incansablemente, deteniéndose sólo para satisfacer sus necesidades más básicas, muchas veces animada por alguno de los hijos, en esas ocasiones en las que su mente no la alertaba del hambre o de la sed. Aquella vieja podía pasar días enteros meciéndose a un ritmo unísono en aquella desvencijada silla, hasta el punto en el que la costumbre hacía pasar su traqueteo completamente desapercibido por los habitantes de la casa.

Aquella noche la vieja estaba sola. La joven que solía pasar las tardes con ella no estaba sentada en el sillón que acompañaba a la vieja mecedora en aquella peculiar estancia. El libro que solía vestir sus manos estaba reposando dulcemente sobre la mesita, alumbrado con la luz tenue de una vela cuya llama serpenteante daba luz al lugar. La joven solía sentarse allí durante horas, también desde hacía algunos meses, y acompañaba a la vieja arropándola con su voz y con las historias que descubría día a día en sus libros. La joven parecía incansable cada vez que una obra llegaba a sus manos, y siempre leía en voz alta, para llenar la mente de la vieja con palabras hermosas y personajes variopintos que formaban parte de las más curiosas historias y que alimentaban la mente de la vieja, que parecía vaciarse poco a poco, gota a gota, a medida que los meses pasaban.

La joven estaba convencida de que dentro de su ensoñación, la vieja la escuchaba plácidamente. La expresión serena de su rostro le transmitía una calma inusitada, parecía que al detenerse la joven en su lectura, los ojos de la vieja se apagaban un poco, como si vaticinara la llegada de la noche y de la oscuridad y sintiera miedo de no poder escuchar su voz un día más.

Las noches eran duras para ambas. La joven se levantaba de su sillón, cada vez con mayor dificultad, y se acercaba a la vieja, que sólo se dejaba manipular por ella. Cada noche se repetía el ritual, la joven se acercaba pausadamente a la mecedora y sus manos se posaban en el rostro de la vieja, acariciando suavemente aquel rostro pálido, lleno de arrugas y marcas que el tiempo había dibujado, para dejar constancia de la experiencia adquirida a lo largo de una vida dura, abocada a sus hijos y a sacar a su familia adelante trabajando incansablemente el campo, con unas manos ahora más rígidas y huesudas, pero profundamente cálidas y de un tacto suave, que la joven tomaba con delicadeza para ayudarla a incorporarse de la silla y conducirla paso a paso a su dormitorio, que había pertenecido a sus padres y a sus abuelos y cuya cama estaba siempre cubierta por sábanas de lino blanco, conservadas con mimo a lo largo de tres generaciones y reservadas exclusivamente para adornar su lecho.

Pero aquella noche la vieja estaba sola. Nadie leía para ella y nadie la acompañaría a su dormitorio. Su cuerpo reposaba en la mecedora plácidamente y su mirada que parecía perdida y vacía, permanecía fija en aquel libro que extrañaba el tacto de unas manos que nunca faltaban a una cita. En aquella ausencia vívida de la vieja, las historias que permanecían encerradas en aquel libro parecían luchar por salir, pero la cubierta cerrada y la ausencia de la voz de la joven presagiaban un encierro indefinido.

Un grito. Un profundo y desgarrador grito asoló la casa y retumbó en el pueblo que seguía a oscuras. Algunas puertas sonaron y algunas personas empezaron a revolotear alrededor la casa de la vieja. Aquella noche la familia estaba de camino, pero la tormenta había causado estragos en la carretera y había imposibilitado el acceso al pueblo. La lluvia seguía azotando cada estancia, traqueteaba en las puertas y golpeaba las ventanas dejando un ruido musical. Pero el grito no se opacaba, había bañado la estancia con tal fuerza que era imposible evitar un sobresalto en el corazón.

La vieja seguía sentada en la mecedora. Parecía sorda ante el estruendo. Más gritos de dolor se esparcían por aquella casa y ella permanecía estática, inmóvil y con la mirada perdida en aquel libro. La joven no estaba, pero su voz seguía bañándolo todo, aquellos gritos desgarradores tamizados entre las gotas de lluvia se colaban por las rendijas y se clavaban en el alma. Pero la vieja permanecía calmada, parecía preparada para aquella retahíla de sonidos guturales y desalmados, parecía inmutable ante aquel espectáculo que presagiaba sangre y dolor.

La joven no estaba. No podía cogerle la mano ni llevarla a dormir. En su lugar el sillón vacío y los gritos en la casa marcaban un ritmo diferente aquella noche.

La puerta de la casa se abrió con un golpe seco. Un hombre fornido la había forzado tras vanos intentos de que alguien la abriera para dejarle paso. Con él, una mujer de mediana edad entraba y se dirigía al lugar de donde procedían los gritos, para intentar aplacar el dolor y hacer más llevadero el sufrimiento a la joven. Al llegar encontraron a la joven en el suelo intentando incorporarse sin éxito, con los ojos desorbitados y suplicantes. El hombre la cogió en brazos como si de una pluma se tratase y la depositó en la cama de la vieja, sobre aquellas sábanas de lino, y se quedó mirándola con condescendencia, para luego retirarse de la estancia y dejar paso a la mujer que se disponía a ayudarla.
El hombre no sabía que hacer, así que se dedicó a subir y bajar por el pasillo intentando aplacar los nervios, mientras la mujer acompañaba a la joven y secaba su frente sudorosa al tiempo que cogía su mano para hacerle notar su presencia y su apoyo.

La joven sudaba profusamente y se retorcía. El dolor era insoportable, sentía que se desgarraba por dentro y que su cuerpo se rompía. Gritaba y lloraba. En su desesperación preguntaba por la vieja, que seguía inmóvil en la mecedora. Aquella tarde su indisposición la privó de sentarse en el sillón y leer a viva voz un nuevo fragmento del libro que amenizaba sus tardes. La vieja había esperado toda la tarde en soledad y la joven no había podido acudir a su cita diaria por primera vez en muchos meses. Sin haber podido evitarlo, la joven se desplomó cuando intentaba acercarse a la salita para al menos llevar a cabo el ritual diario de acompañar a la vieja a su lecho, cuando el transformador saltó y la luz se fue. Un tropiezo y un paso en falso la habían arrojado al suelo y el dolor se hizo manifiesto e insoportable. El grito advertía la tragedia.

Así, entre retorcijones y desesperados intentos de aplacar el dolor, la mujer ayudaba a la joven a tranquilizarse y a respirar. Las uñas de la joven se clavaban en las sábanas a cada espasmo y con cada punzada un ruido gutural se escapaba de su garganta. El desgarro interior se hacía más evidente y la mujer intentaba guiarla y ayudarla. Poco a poco encontraron un ritmo apropiado y finalmente tras un grito que opacó todos los anteriores la casa quedó en un profundo silencio. De pronto la calma regresaba a todas las estancias de aquella vieja morada.

La vieja posó entonces un pie en el suelo y la mecedora se detuvo. El silencio lo aplastaba todo. Entonces el llanto bañó la casa, un llanto furioso y descontrolado lo abarcó todo. Los ojos de la vieja despertaron y con los dos pies en el suelo posó sus manos en los reposabrazos de la mecedora y se incorporó lentamente. Era la primera vez que hacía esto sola en meses. Se acercó con lentitud a la mesita donde reposaban el libro y la vela y los cogió, para dirigirse luego a su dormitorio. Allí permanecía la joven tendida, desde allí el llanto se dispersaba por toda la casa.

La vieja avanzó con su paso lento y tembloroso por el pasillo, ignorando al hombre fornido y a la mujer que había ayudado a la joven y se dirigió sin mediar gesto alguno con sus vecinos hasta su lecho. La joven tenía los ojos cerrados y el llanto había cesado. Nuevamente el silencio rondaba por la casa y la lluvia golpeando las ventanas era lo único que se escuchaba.

Con sus manos rígidas, la vieja se acercó a la joven y en un gesto dulce acarició su rostro sudoroso, acomodó la sábana para arroparla y deslizó la mano por su hombro para propinarle una caricia cálida. La vieja estiró las arrugas de las sábanas de lino rozándolas suavemente y se sentó en una esquina de la cama. Posó la vela en el armazón de madera que enmarcaba la el lecho y buscó la cinta roja que marcaba el punto donde la joven había parado de leer. Abrió el libro y como un pequeño riachuelo las palabras empezaron a brotar de la vieja, con una voz tenue y acaramelada, y los personajes de la historia volvieron a danzar por la estancia. Los ojos de la vieja brillaban y una sonrisa iluminaba su rostro.

La joven despertó con el murmullo de la voz de su abuela, arropándola, contándole aquellas historias que día a día ella sabía que escuchaba y disfrutaba aunque desde fuera pareciese que no era capaz de lazar una frase con otra. En aquel lecho reposaba la joven y las palabras bañaban el lugar y llenaban de alegría cada rincón. Entonces el llanto se elevó de nuevo y la joven rodeó con sus brazos a la pequeña criatura que se había abierto paso a la vida desde su vientre, y la acercó a su pecho con tal dulzura que la pequeña criatura se asió a la madre fácilmente y con los ojos cerrados se alimentó de ella para dejarle escuchar las palabras de la abuela.

Dejó de llover y la noche se despejó rápidamente. Los astros iluminaban el lugar con una tenue luz y la familia llegó finalmente a aquella casa que había visto nacer a tantos en tantos años. Aquellas sábanas habían visto llegar al mundo a la vieja, y ahora era su bisnieta la que había visto la luz por primera vez en ellas, en la cama que fuera de sus antepasados, en la casa que sirvió de cobijo a la joven mientras su vientre se expandía y la pequeña criatura tomaba forma.

“Se llamará Estrella” Dijo la vieja. Y la joven asintió con una sonrisa dulce y plácida, aquel era un nombre perfecto para aquel rayito de luna, para aquella perla brillante que se había abierto paso al mundo en medio de la oscuridad y la tormenta, en aquella nochebuena. La pequeña había regalado una nueva lucidez a la vieja. Aquella nochebuena la familia celebró sus dos mejores regalos y a partir de ese día la joven seguía leyendo por las tardes a su abuela, y la abuela cada noche leía un cuento a su pequeña Estrella. Sus ojos nunca más dejaron de brillar.

Mecedora_estrella
Agatha.

La inocencia

Portada: Distopía de M.C. Carper.
Portada: Distopía de M.C. Carper.

Una vez más he tenido el placer de colaborar con la Revista Digital miNatura. En esta ocasión y recién salido del horno os dejo el enlace para descargaros la revista dedicada a las distopías: Revista digital miNatura 128

Como ya es habitual también podéis disfrutar de los aportes de Pablo Martínez Burkett (El eclipse de Gyllene Draken) y de Carlos Díez (De entre las letras) entre otros tantos compañeros de escritura (Espero que para el próximo número vuelva al ruedo David Reche Espada con sus Relatos Improbables). De más está deciros que espero que disfrutéis de la lectura. De momento os dejo el primero de los dos relatos con los que participé en este número de la revista.

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Reloj de arena.

Hoy era la fecha límite para entregar el relato del próximo número de miNatura. El tema era Distopías y al final entre líneas y párrafos salieron dos relatos en vez de uno. Supongo que en cierto modo es una forma de reconciliarme con el número dedicado a las fobias, en el que muy a mi pesar no llegué a tiempo con las fechas.

Al enviar los relatos que afortunadamente terminé hoy recordé que tenía algo pendiente en el blog. Resulta que no os había dejado por aquí el texto que mandé a miNatura para el número dedicado a la alquimia, que saió hace unos meses ya y que también me dejó dos relatos: el primero que ya compartí con vosotros y que finalmente no envié porque se pasaba por mucho de las 25 lineas y este relato que os dejo hoy por aquí. Más vale tarde que nunca no? espero que lo disfruten:

Reloj de aren

Reloj de Arena

 

De qué estamos hechos, sino de tiempo. Somos lo que formamos con nuestro cúmulo de recuerdos, el resultado de decisiones tomadas, de rutas escogidas, de besos dados y besos negados.

Cuando nacemos no somos más que un nuevo contenedor de tiempo, ávido por colmarse de lo que le rodea: aprendemos las formas, los colores, los trazos con los que luego daremos nombre a lo que sentimos. Nuestra base es ancha y por eso el tiempo pasa más lento al principio, porque queda mucho sitio por ser llenado.

Gracias a la experiencia, poco a poco nos damos cuenta de que ese contenedor tiene un tope; entonces empezamos a vaciarlo. Olvidamos cosas; se desvanecen entre los dedos de la memoria nuestros primeros años y sólo evocamos aquello que nos dejó una huella. La decisión de qué conservar y qué dejar pasar es nuestra. A medida que tomamos consciencia de que tenemos la capacidad de escoger, empezamos a dar forma a nuestros recuerdos según se nos antoja. Nos obsesionamos con recordar y con olvidar, y en esa constante dualidad esculpimos el molde que nos define.

Así el tiempo pasa y nos forma. No somos cuerpos que habitan un planeta, ni entes estáticos ya configurados. Somos recipientes que se llenan poco a poco. A medida que avanzamos, el ritmo cambia y cada vez hay menos sitio para llenar, aunque son más los recuerdos que guardamos y no queremos extraviar. Cuando llegamos al borde del colapso, el vidrio que nos conforma en el exterior se quiebra y nos esparcimos como la escarcha en el océano, dejando atrás pequeños destellos en el tiempo compartido con otros.

Esas trazas brillantes son la arena que hemos transmutado en oro, la esencia de lo que somos depositada en los demás; trozos de nosotros mismos que llenan vacíos ajenos y que nos dan una razón de ser. Es así como, con la sencillez de un momento fugaz, se hilvana la linea dorada de la historia.

Reloj_de_arena© Agatha.