Llovía.
Aquella era una noche cerrada y oscura, una cortina de agua enmarcaba cada ventana de aquella habitación. La tormenta había hecho saltar un transformador y el pueblo había quedado sin luz. Hacía frío, un frío húmedo que calaba los huesos más allá de lo habitual.
La vieja estaba sentada en una antigua mecedora que se balanceaba, dejando resonar un traqueteo que rechinaba en todo el lugar. Por momentos era el único ruido que se escuchaba. Su mente se había ido hacía ya algunos meses y solía pasar el día en aquella silla, balanceándose incansablemente, deteniéndose sólo para satisfacer sus necesidades más básicas, muchas veces animada por alguno de los hijos, en esas ocasiones en las que su mente no la alertaba del hambre o de la sed. Aquella vieja podía pasar días enteros meciéndose a un ritmo unísono en aquella desvencijada silla, hasta el punto en el que la costumbre hacía pasar su traqueteo completamente desapercibido por los habitantes de la casa.
Aquella noche la vieja estaba sola. La joven que solía pasar las tardes con ella no estaba sentada en el sillón que acompañaba a la vieja mecedora en aquella peculiar estancia. El libro que solía vestir sus manos estaba reposando dulcemente sobre la mesita, alumbrado con la luz tenue de una vela cuya llama serpenteante daba luz al lugar. La joven solía sentarse allí durante horas, también desde hacía algunos meses, y acompañaba a la vieja arropándola con su voz y con las historias que descubría día a día en sus libros. La joven parecía incansable cada vez que una obra llegaba a sus manos, y siempre leía en voz alta, para llenar la mente de la vieja con palabras hermosas y personajes variopintos que formaban parte de las más curiosas historias y que alimentaban la mente de la vieja, que parecía vaciarse poco a poco, gota a gota, a medida que los meses pasaban.
La joven estaba convencida de que dentro de su ensoñación, la vieja la escuchaba plácidamente. La expresión serena de su rostro le transmitía una calma inusitada, parecía que al detenerse la joven en su lectura, los ojos de la vieja se apagaban un poco, como si vaticinara la llegada de la noche y de la oscuridad y sintiera miedo de no poder escuchar su voz un día más.
Las noches eran duras para ambas. La joven se levantaba de su sillón, cada vez con mayor dificultad, y se acercaba a la vieja, que sólo se dejaba manipular por ella. Cada noche se repetía el ritual, la joven se acercaba pausadamente a la mecedora y sus manos se posaban en el rostro de la vieja, acariciando suavemente aquel rostro pálido, lleno de arrugas y marcas que el tiempo había dibujado, para dejar constancia de la experiencia adquirida a lo largo de una vida dura, abocada a sus hijos y a sacar a su familia adelante trabajando incansablemente el campo, con unas manos ahora más rígidas y huesudas, pero profundamente cálidas y de un tacto suave, que la joven tomaba con delicadeza para ayudarla a incorporarse de la silla y conducirla paso a paso a su dormitorio, que había pertenecido a sus padres y a sus abuelos y cuya cama estaba siempre cubierta por sábanas de lino blanco, conservadas con mimo a lo largo de tres generaciones y reservadas exclusivamente para adornar su lecho.
Pero aquella noche la vieja estaba sola. Nadie leía para ella y nadie la acompañaría a su dormitorio. Su cuerpo reposaba en la mecedora plácidamente y su mirada que parecía perdida y vacía, permanecía fija en aquel libro que extrañaba el tacto de unas manos que nunca faltaban a una cita. En aquella ausencia vívida de la vieja, las historias que permanecían encerradas en aquel libro parecían luchar por salir, pero la cubierta cerrada y la ausencia de la voz de la joven presagiaban un encierro indefinido.
Un grito. Un profundo y desgarrador grito asoló la casa y retumbó en el pueblo que seguía a oscuras. Algunas puertas sonaron y algunas personas empezaron a revolotear alrededor la casa de la vieja. Aquella noche la familia estaba de camino, pero la tormenta había causado estragos en la carretera y había imposibilitado el acceso al pueblo. La lluvia seguía azotando cada estancia, traqueteaba en las puertas y golpeaba las ventanas dejando un ruido musical. Pero el grito no se opacaba, había bañado la estancia con tal fuerza que era imposible evitar un sobresalto en el corazón.
La vieja seguía sentada en la mecedora. Parecía sorda ante el estruendo. Más gritos de dolor se esparcían por aquella casa y ella permanecía estática, inmóvil y con la mirada perdida en aquel libro. La joven no estaba, pero su voz seguía bañándolo todo, aquellos gritos desgarradores tamizados entre las gotas de lluvia se colaban por las rendijas y se clavaban en el alma. Pero la vieja permanecía calmada, parecía preparada para aquella retahíla de sonidos guturales y desalmados, parecía inmutable ante aquel espectáculo que presagiaba sangre y dolor.
La joven no estaba. No podía cogerle la mano ni llevarla a dormir. En su lugar el sillón vacío y los gritos en la casa marcaban un ritmo diferente aquella noche.
La puerta de la casa se abrió con un golpe seco. Un hombre fornido la había forzado tras vanos intentos de que alguien la abriera para dejarle paso. Con él, una mujer de mediana edad entraba y se dirigía al lugar de donde procedían los gritos, para intentar aplacar el dolor y hacer más llevadero el sufrimiento a la joven. Al llegar encontraron a la joven en el suelo intentando incorporarse sin éxito, con los ojos desorbitados y suplicantes. El hombre la cogió en brazos como si de una pluma se tratase y la depositó en la cama de la vieja, sobre aquellas sábanas de lino, y se quedó mirándola con condescendencia, para luego retirarse de la estancia y dejar paso a la mujer que se disponía a ayudarla.
El hombre no sabía que hacer, así que se dedicó a subir y bajar por el pasillo intentando aplacar los nervios, mientras la mujer acompañaba a la joven y secaba su frente sudorosa al tiempo que cogía su mano para hacerle notar su presencia y su apoyo.
La joven sudaba profusamente y se retorcía. El dolor era insoportable, sentía que se desgarraba por dentro y que su cuerpo se rompía. Gritaba y lloraba. En su desesperación preguntaba por la vieja, que seguía inmóvil en la mecedora. Aquella tarde su indisposición la privó de sentarse en el sillón y leer a viva voz un nuevo fragmento del libro que amenizaba sus tardes. La vieja había esperado toda la tarde en soledad y la joven no había podido acudir a su cita diaria por primera vez en muchos meses. Sin haber podido evitarlo, la joven se desplomó cuando intentaba acercarse a la salita para al menos llevar a cabo el ritual diario de acompañar a la vieja a su lecho, cuando el transformador saltó y la luz se fue. Un tropiezo y un paso en falso la habían arrojado al suelo y el dolor se hizo manifiesto e insoportable. El grito advertía la tragedia.
Así, entre retorcijones y desesperados intentos de aplacar el dolor, la mujer ayudaba a la joven a tranquilizarse y a respirar. Las uñas de la joven se clavaban en las sábanas a cada espasmo y con cada punzada un ruido gutural se escapaba de su garganta. El desgarro interior se hacía más evidente y la mujer intentaba guiarla y ayudarla. Poco a poco encontraron un ritmo apropiado y finalmente tras un grito que opacó todos los anteriores la casa quedó en un profundo silencio. De pronto la calma regresaba a todas las estancias de aquella vieja morada.
La vieja posó entonces un pie en el suelo y la mecedora se detuvo. El silencio lo aplastaba todo. Entonces el llanto bañó la casa, un llanto furioso y descontrolado lo abarcó todo. Los ojos de la vieja despertaron y con los dos pies en el suelo posó sus manos en los reposabrazos de la mecedora y se incorporó lentamente. Era la primera vez que hacía esto sola en meses. Se acercó con lentitud a la mesita donde reposaban el libro y la vela y los cogió, para dirigirse luego a su dormitorio. Allí permanecía la joven tendida, desde allí el llanto se dispersaba por toda la casa.
La vieja avanzó con su paso lento y tembloroso por el pasillo, ignorando al hombre fornido y a la mujer que había ayudado a la joven y se dirigió sin mediar gesto alguno con sus vecinos hasta su lecho. La joven tenía los ojos cerrados y el llanto había cesado. Nuevamente el silencio rondaba por la casa y la lluvia golpeando las ventanas era lo único que se escuchaba.
Con sus manos rígidas, la vieja se acercó a la joven y en un gesto dulce acarició su rostro sudoroso, acomodó la sábana para arroparla y deslizó la mano por su hombro para propinarle una caricia cálida. La vieja estiró las arrugas de las sábanas de lino rozándolas suavemente y se sentó en una esquina de la cama. Posó la vela en el armazón de madera que enmarcaba la el lecho y buscó la cinta roja que marcaba el punto donde la joven había parado de leer. Abrió el libro y como un pequeño riachuelo las palabras empezaron a brotar de la vieja, con una voz tenue y acaramelada, y los personajes de la historia volvieron a danzar por la estancia. Los ojos de la vieja brillaban y una sonrisa iluminaba su rostro.
La joven despertó con el murmullo de la voz de su abuela, arropándola, contándole aquellas historias que día a día ella sabía que escuchaba y disfrutaba aunque desde fuera pareciese que no era capaz de lazar una frase con otra. En aquel lecho reposaba la joven y las palabras bañaban el lugar y llenaban de alegría cada rincón. Entonces el llanto se elevó de nuevo y la joven rodeó con sus brazos a la pequeña criatura que se había abierto paso a la vida desde su vientre, y la acercó a su pecho con tal dulzura que la pequeña criatura se asió a la madre fácilmente y con los ojos cerrados se alimentó de ella para dejarle escuchar las palabras de la abuela.
Dejó de llover y la noche se despejó rápidamente. Los astros iluminaban el lugar con una tenue luz y la familia llegó finalmente a aquella casa que había visto nacer a tantos en tantos años. Aquellas sábanas habían visto llegar al mundo a la vieja, y ahora era su bisnieta la que había visto la luz por primera vez en ellas, en la cama que fuera de sus antepasados, en la casa que sirvió de cobijo a la joven mientras su vientre se expandía y la pequeña criatura tomaba forma.
“Se llamará Estrella” Dijo la vieja. Y la joven asintió con una sonrisa dulce y plácida, aquel era un nombre perfecto para aquel rayito de luna, para aquella perla brillante que se había abierto paso al mundo en medio de la oscuridad y la tormenta, en aquella nochebuena. La pequeña había regalado una nueva lucidez a la vieja. Aquella nochebuena la familia celebró sus dos mejores regalos y a partir de ese día la joven seguía leyendo por las tardes a su abuela, y la abuela cada noche leía un cuento a su pequeña Estrella. Sus ojos nunca más dejaron de brillar.

Agatha.
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