Palabras V – Instante

Esta noche pudo ser la última. El semáforo se puso en verde y dos segundos después yo me dispuse a cruzar. Las dos mujeres que estaban a mi izquierda se detuvieron y apenas tuve tiempo para girarme y ver que un coche blanco se había saltado la luz roja dando un acelerón.

No me alteré. Encontrarme tan de repente con un rayo blanco cruzando una vía que yo contaba despejada me dejó estática, mirando cómo pasaba de largo sin inmutarse. Pero no tuve miedo, no grité ni me enfadé; solo lo vi pasar de largo frente a mis ojos.

No tuve sensación de peligro, al menos no en ese momento. Algunas personas soltaban improperios y las dos mujeres se quedaron lívidas durante unos instantes; seguramente ellas sí percibieron el peligro que yo no llegue a sentir.

Cuando las luces rojas del conductor imprudente se convirtieron en dos luciérnagas taciturnas seguí mi camino. Andaba de forma automática pensando en lo que pudo haber pasado, sin sentir miedo ni demasiada preocupación, como si en el fondo no comprendiera la gravedad de lo que pudo haber ocurrido.

Era una sensación extraña. Lo cierto era que a una parte de mí no le habría importado que aquel coche me hubiera arrollado. Me sentía tranquila pensando en que tampoco era para tanto, que seguramente habría sido algo muy rápido y que apenas me habría dado cuenta.

Caminaba por la calle pensando en lo frágiles que somos, en la facilidad con la que se puede romper una vida, en cómo un leve descuido puede hacer que el reloj se detenga y en cómo, tras un tiempo muy breve, todo cae en el olvido más absoluto.

Pensé en llamar a casa, en escribir a mis padres. No recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que había hablado con ellos. En cierto modo los daba por sentado; a fin de cuentas, desde que tengo memoria siempre habían estado ahí. Me prometí escribirles tan pronto llegase a casa para ponerlos al día. Aunque no haya pasado nada nuevo que mereciera contarse, siempre hay algo que decir.

En mi deambular seguía pensando en lo extraño que era estar tan calmada a pesar de que casi me atropella un coche. En cierto modo, saber que son muy pocos los que podrían extrañarme me dejó una sensación de conformidad un tanto descorazonadora. La mayoría de las personas que conozco me han dejado de lado hace ya tiempo, por lo que muy pocas se enterarían de este incidente y muchas menos me habrían llorado si hubiera pasado lo peor.

Eso me hacía sentir que quizá habría sido un buen momento para dejar de estar: los pocos para los que estaba seguirían andando y en muy poco me recordarían como una sonrisa pasajera, una caricia que se disuelve en la noche, una mirada luminosa, un verso libre.

Pero pasaría sin más, como todo lo demás, como todos los demás. Ya en el metro miraba a los otros pasajeros a sabiendas de que probablemente nuestros caminos nunca más se cruzarían. En un mundo así nadie es imprescindible.

Llegué a casa, dejé el abrigo en el perchero y saludé como de costumbre, pero él no contestó. Me asomé a la habitación y estaba hablando por teléfono, así que me fui al salón para no molestarlo. Cuando salió tenía una expresión extraña en su rostro.

Lloraba.

Me levanté y le pregunté qué ocurría, pero no me respondía. Algo muy serio tenía que haber ocurrido así que fui a darle un abrazo. Pero no pude.

Entonces recordé. Entonces ya no quise morir. Entonces ya era demasiado tarde.

 

instante

A.

Palabras IV – Conformismo

Y te piensas que sales a flote despues de tanto nadar. Nadar, nadar, nadar, es lo único que haces para surgir de las profundidades del abismo y cuando al fin llegas arriba una mano negra y pesada empuja tu cabeza hasta el fondo.

No puedes luchar, no importa lo bien que sepas nadar. La maldita mano se encapricha contigo y se divierte con tus espasmódicos movimientos, disfruta sintiendo como intentas zafarte de su abrazo mortífero. Sientes la presión en el cuerpo, la falta de aire en los pulmones y la impotencia es la única sensación que te queda en el baúl. No hay salida, sabes que sucumbirás por mucho que lo intentes y es entonces cuando relajas tus músculos y dejas que la costumbre se apodere de ti.

Sólo te queda esperar hundido a que el reloj marque el segundo final.

© Agatha (2008) 

Palabras III – Rutina

Rutina:

8:00 am – Suena el despertador.

Mi mano intenta a ciegas dar en el blanco y detener ese chirriante sonido que no me deja en paz. Abro los ojos a la fuerza y me incorporo sólo lo suficiente como para apagar el despertador. Miro al techo mientras mi cuerpo se prepara para levantarse de la cama y desprenderse del calorcito que se esconde bajo las sábanas. Es una mañana de otoño, como todas las demás. Llueve al otro lado de la ventana y el clima ya no es dulce como lo fue en verano.

Mi blanco techo me deja la mente del mismo color, intento prolongar los “cinco minutos más” y me acurruco entre la mullida manta. Pero mis cinco minutos se acaban y debo salir de mi acolchada crisálida para comenzar el día. Menuda mariposa soy: despeinada, con cara de espanto, un par de grises ojeras bajo los verdes ojos y esa maldita espinilla que siempre aparece en el peor momento. Mejor no seguir mirando que me gasto.

8:30 am – Tomo una ducha.
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Palabras II – Magia

Magia:

Hace un par de semanas fui hasta el parque. Es un parque precioso, verde, fresco, plagado de pequeñas flores y de aves que acompañan con su canto. El verdor y la frescura de ese lugar se debe a que un río de aguas cristalinas baña la tierra y la limpia de las inclemencias del hombre, que se empeña en moldearlo todo a su antojo, sin pararse a pensar en el equilibrio del mundo y de los seres que en él habitan..

Cuando me dirigía al parque dejé atrás las aceras de concreto y las calles mecánicamente rectas y, poco a poco, dejándome llevar por mis pies, me acerqué al suave serpenteo del agua que acariciaba las rocas, los árboles y la tierra que la acunaba. Entonces mi cuerpo dejó de ser sólo mío y pasó a ser una pequeña parte de ese entorno perfecto que me rodeaba y me invitaba a relajarme.

Mientras caminaba, mi cuerpo dejaba su grisaceo color atrás, junto a la selva de concreto de donde venía, la selva repleta de grises mates y brillantes, claros y oscuros, fríos y cálidos, pero todos ellos grises tristes y separados unos de otros, como las personas, que lentamente y sin percibirlo, se contagian de esa tristeza, se vuelven opacos y se aislan de todos en sus pequeños mundos de concreto. Entonces olvidan que forman parte de un mundo mucho más grande que está lleno de colores, donde el gris deja de ser triste porque no está sólo. Olvidan que fuera de sus cuadrados entornos hay algo más que otras paredes.

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Palabras I – Locura

Locura:

Ella observa sentada en la rama de un árbol. Mira a la gente que pasa bajo sus pies presa de una profunda curiosidad. Día tras día pasa horas allí observando, preguntándose a dónde irán todas esas personas, por qué llevarán tanta prisa, qué irán a hacer, quién las estará esperando. Aún nadie nota su presencia y ella los ve a todos. Se pregunta entonces si acaso existe, o si sólo existirá cuando alguien alce la mirada y la encuentre.

De pronto siente una profunda tristeza, pues piensa que tal vez no existe. No forma parte de nadie, no va a ningún lugar, nadie la espera, nadie la extraña, nadie la necesita, nadie la conoce… nadie.

Entonces piensa que si tuviera una misión, una tarea pendiente, un lugar que visitar o algo que hacer, existiría, pues entonces sólo ella podría ocupar ese lugar o realizar esa tarea que le corresponde. Pero un escalofrío la recorre al darse cuenta de que no tiene nada que hacer, no hay nada que visitar, nada le ha sido encomendado… nada.

Es por esa razón que está en la rama del árbol viendo a la gente pasar, porque no es nadie y no tiene nada que hacer. Nada, nadie, son palabras que la persiguen y la hacen concluir que definitivamente ella no existe, que es un ente etéreo, que puede verlo todo pero no puede ser vista. Nadie la ve, nada es para ella. Pero a ella no le gusta eso, quiere existir, lo desea por encima de todo.

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