Reflejos rotos – Contemplación

Eco - Contemplacion - Reflejos Rotos
Talbot Hughes, Eco

Reflejos rotos

Contemplación

Las hojas reflejan brillos plateados al mecerse con la brisa veraniega. Una tarde más, el sol ofrecía su calidez y regaba los prados con sombras que jugueteaban entre las ramas de los árboles. Eco esperaba paciente a que asomara por el bosque el joven que había cautivado su corazón. Desde hacía varios meses lo observaba pasear pensativo, con un andar pausado y con la vista perdida en las tonalidades cambiantes del cielo, o en la linea difusa que marcaba el punto más lejano que se podía divisar de la pradera, allí donde se apagaba el día y se marcaba el final de una jornada. Ese era el momento más duro del día para ella, pues su amado se dirigía entonces de vuelta a su hogar y ella lo perdía de vista.

Era hermoso. Sus facciones rozaban la perfección. En su rostro podía adivinar bondad y cierta tristeza. Se preguntaba constantemente qué le llevaba cada vez con más frecuencia al bosque y cuáles eran sus pensamientos, en los que parecía completamente imbuido.

Nunca había escuchado su voz. Aquello la torturaba. Nunca antes había pasado tanto tiempo contemplando a alguien que permanecía silente, hasta el punto de preguntarse si en realidad de su garganta podría brotar algún sonido.

Estaba convencida de que en algún momento hablaría. Se aferraba a esa esperanza con todas sus fuerzas, pues era el único modo de que ella pudiera hablarle, condenada como estaba, desde hacía mucho, a no pronunciar más palabra que la última emitida por su interlocutor.

Estaba acostumbrada al rechazo. En otros tiempos la causa era su excesiva palabrería. Ni siquiera Zeus, bien conocido por sus aventuras con las ninfas, había querido retozar con ella. Hablaba demasiado, hasta el punto de resultarle incontrolable. Su incontinencia verbal era tal que el hastío de Hera se hizo manifiesto al proferirle la maldición de no volver a hablar, salvo para repetir aquello que se le decía.

Desprovista del lenguaje, Eco desesperó. Fue entonces cuando tomó la decisión de ocultarse de la gente, de alejarse de las demás ninfas y de encaminarse a tierras que le proporcionaran un aislamiento que le permitiese olvidar su condena. Durante mucho tiempo consiguió disfrutar de aquella situación, su soledad le proporcionaba calma y sosiego. Llevaba mucho tiempo sin sentir la necesidad siempre frustrada de hablar, de expresarse con la misma soltura que otrora causó su condena. Entonces, una tarde cálida de primavera, de regreso de uno de sus paseos habituales en dirección al lago, donde iba a bañarse siempre que hacía buen tiempo, lo vio caminando por un sendero cercano a su refugio.

Para evitar ser vista, se ocultó tras un viejo árbol de tronco grueso y nudoso, del que emanaban varillas finas y largas cargadas de hojas de un verde brillante, que al ser balanceadas por el viento producían un ulular que camuflaba la respiración nerviosa que la asaltaba, ante el temor a ser descubierta y volverse nuevamente patente su imposibilidad de comunicarse con normalidad.

Esperó encubierta durante horas, pero la presencia que la atormentaba no seguía su camino. Lo percibía absorto en sus pensamientos y no parecía tener prisa por marcharse. Le dolían las piernas y notaba que sus miembros se entumecían a la par que un desagradable hormigueo la recorría de los pies a las rodillas. Dado que la espera se prolongaba, intentó buscar una postura más distendida cuidando no hacer ruido.

Una vez cómoda, empezó a imaginar posibles historias para rodear a aquel misterioso personaje. Se preguntaba de donde vendría, qué lo habría llevado hasta allí, cuáles serían sus pensamientos, y elucubró posibilidades diversas con las que mantenía su mente activa, mientras aguardaba el momento en el que pudiera liberarse del escondite improvisado que la encarcelaba.

Todas esas historias imaginadas a partir de un desconocido despertaron ligeramente la curiosidad de la ninfa. Se decía a sí misma que, según fueran sus rasgos, podría afinar sus relatos y se preguntó como sería el rostro del extraño. Entonces, escuchó como el sonido del césped le indicaba que al fin, tras su larga espera, se movía. Sin arriesgar demasiado se asomó apenas unos centímetros, los imprescindibles para verlo, con cuidado de no ser vista. Entonces lo vio, y ese rostro quedó tatuado en su retina hasta el punto de eliminar cualquier otra vision hermosa de su memoria. Se quedó prendada de él, no podía apartarse de la visión que le ofrecían sus ojos, estaba admirando la perfección.

Él se marchó a la par que el ocaso. Eco se quedó completamente absorta, recordando una y otra vez a aquel hombre que la había arrastrado a un abismo, en el que sólo existían su imagen y el anhelo de alcanzar a conmover su corazón. Desde aquel día sus sueños estaban enteramente ocupados por aquella hermosa efigie, fugaz y desconocida. Pensaba que no volvería a verlo, incluso llegó a pensar que todo lo ocurrido había sido un espejismo producido por su temor a ser descubierta, una broma que su propio miedo le jugaba a causa del aislamiento prolongado. Aún así, cada día rehacía el camino que le había presentado el objeto de su deseo más profundo, con la ilusión a flor de piel, esperando volver a cruzarse con él.

Unas semanas después, en una de esas caminatas, volvió a verlo. Esta vez se ocultó de forma que pudiese admirarlo sin nada que entorpeciese su vista, y el ciclo se repitió. Lo observó permanecer silente y pensativo durante horas, contemplando serenamente la naturaleza que lo rodeaba, o tumbado sobre el césped con los ojos cerrados o la vista posada en el cielo. Cuando cerraba los ojos, ella se permitía asomar un poco más de su escondite, para poder delinear con mayor precisión los rasgos que la tenían maravillada, para que sus ensoñaciones fuesen más nítidas. Él se marchó una vez más, al anochecer, tal como la vez anterior. Ella volvió a permanecer inmóvil tras el muro natural que la protegía de ser vista, prolongando durante unos instantes más lo vivido, recordando y deleitándose con cada detalle.

Se prometió a sí misma que, si volvía a encontrarse con él, se acercaría y le ofrecería su amor. Al cabo de unos días, el ruido de unos pasos le anunciaba que era el momento de hacerlo. Allí estaba de nuevo, en el mismo claro del bosque, protegido del sol por una benévola sombra. Pero, cautiva de su silencio y sabedora de su imposibilidad de manifestar al despositario de su fascinación los afectos que había despertado en ella, se arredró. No fue capaz de dejarse ver. Temía demasiado volver a sentir el dolor y la frustración que le causaba su condición y se lamentaba de no poder mostrarse en su plenitud, de verse forzada a enfrentarse a su mutilación que, ante alguien de tal perfección, se multiplicaba y la hacía verse a sí misma como un intento de mujer deforme e incompleto.

Se conformó con verlo desde la distancia. El visitante misterioso había incrementado la frecuencia de sus paseos a medida que mejoraba el tiempo, hasta que éstos se hicieron diarios. Sólo faltaba a su cita si había tormenta, pero en la estación que surcaba el firmamento esa condición era rara, por lo que Eco disfrutaba de su amado a diario. Él se había convertido en la única razón de su existencia, su enamoramiento era absoluto, y su idolatría por él se había magnificado a extremos que sólo la imaginación puede abarcar.

Desde hacía algunos días su amado mostraba un aspecto taciturno. La serenidad que lo caracterizaba se había cubierto con una especie de niebla densa que ensombrecía su semblante. Conmovida al extremo, se preguntaba qué le pasaría, qué era lo que había alterado ese semblante que tanto amaba y lo había marcado con una mota de hiel. Parecía atormentado, pero ella no era capaz de imaginar que podría llevar a alguien como él a sentir algo de tristeza. En un contenedor tan bien labrado sólo podía caber belleza.

Comenzó a tornar en gris el azul celeste y las visitas del joven cada vez se espaciaban más. El sufrimiento que Eco experimentaba bajo la lluvia, cada vez que la soledad era su única compañera, aumentaba mientras más se dilataban las ocasiones en las que podía alimentar sus sueños con la imagen presente de su amado. Llegó un momento en el que ese sufrimiento era más punzante que el producido por su incapacidad de disfrutar del don de la palabra.

Su dolor la obligó a enfrentarse a su miedo, para conseguir presentarse ante los ojos de aquel hombre, imperfecta y enamorada, completamente entregada a sus sentimientos, con la esperanza de ser correspondida, y de no perder así la posibilidad de contemplar todos los días de su vida al objeto de sus sentimientos más intensos.

Mientras él reposaba tumbado en la hierba, ella sacudió las ramas que la separaban de la mirada que tanto temía y deseaba. Con un sobresalto, él se incorporó mirando a los lados e intentando localizar la fuente del ruido que lo distrajo.

—¿Quien anda ahí? —preguntó cauto.

—Ahí… ahí —dijo Eco, temerosa y constreñida a su limitación de palabra. Si su semblante era hermoso, su voz se asemejaba al canto de los dioses, pensaba, lamentando no poder expresarlo a viva voz.

—¿Dónde estás? —una nueva pregunta que hacía brotar de aquellos labios un sonido hipnótico.

—Estás, estás. —articuló con la voz entrecortada, mientras asomaba tras los arbustos que la protegían para acercarse a él.

Él posó sobre ella una mirada escrutadora. La recorrió y delineó las curvas de su cuerpo con sus ojos. Ella, al sentirse por primera vez observada por él se sonrojó y miró al suelo, incapaz de controlar su nerviosismo. Él hizo un par de preguntas más y pareció sentirse burlado ante las, para él, absurdas respuestas de su interlocutora, lo que despertó en su rostro una mueca de enfado que provocó en Eco aún más frustración y nerviosismo.

Aquello no estaba saliendo bien. Todas las imágenes de rechazos anteriores se manifestaron de golpe frente a ella y la desesperación le hizo intentar una maniobra desesperada. Se abalanzó a los brazos de su amado y éste con un movimiento brusco se deshizo de su abrazo, empujándola lejos de sí y haciéndola trastabillar y caer al suelo.

Las lágrimas brotaron y bañaron sus mejillas. Elevó la mirada y extendió su mano buscando la ayuda del joven. Él permaneció estático frente a ella. No la ayudó. Su rostro inexpresivo le devolvió el más claro reflejo de indiferencia que jamás había visto, e incluso pudo percibir un atisbo de desprecio en la profundidad de sus ojos.

Eco no alcanzaba a entender lo que ocurría. Incrédula, miraba estupefacta al hombre con el que llevaba incontables noches soñando y veía como, sin siquiera hablarle, se daba media vuelta y se marchaba, con el mismo paso tranquilo con el que cada día había ido al prado.

Quedó devastada, aquel hombre al que tanto amaba la había desechado inmediatamente, tan rápido que no tuvo tiempo de procesarlo hasta pasados unos días. Tras el shock se sumió en una profunda tristeza que empañaba sus días y desvelaba sus noches. Vagaba errante y taciturna por el bosque; era un despojo del despojo que había llegado a esas tierras en busca de silencio.

Nunca su maldición le había resultado tan amarga. Si al menos pudiera exteriorizar su dolor, gritar hasta dormirse y lamentarse hasta quedar afónica… pero no podía hacer otra cosa que llorar hasta quedar seca y cargar con el veneno que la consumía por dentro.

Así pasó Eco muchas lunas, ahogándose en su mar de silencios, sufriendo porque su amado ni tan siquiera le había regalado una sonrisa. Fue tal su pena que los dioses se apiadaron de ella, pero no rompieron su maldición, sólo le ofrecieron un medio para exteriorizar toda la hiel que le corroía las entrañas.

Los dioses gustaban de jugar con las tragedias humanas.

MJ. 04/09/2013

 

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